Secretos
A veces parece que sin sonido el silencio es nada y otras que sin silencios la música es ruido1. El silencio resalta, crea expectativa, juega con nosotros, nos hace dudar o nos hace ganar tiempo2
En la vida de Javier habían pasado cosas, a veces dolorosas, a veces humillantes y otras sublimes, pero cuando algo terminaba y parecía que iba a caer en algún abismo sucedía algo que le conducía de nuevo al camino y mientras caminaba volvía a tropezar y a descarrilarse.
Todo comenzó en el colegio, jugando a pala larga, cuando Echezarreta no paraba de meterse con él.
-El jabato tiene pala de esparto
-Javierín el patosín
-Serás patoso, jo que oso.3
Con estos insultos, tal vez pretendía que enmendara la puntería, sacara más fuerza en la izquierda y golpeara con brío la pelota para saltarse al que se acercaba a la línea del frontón. Pero bueno… qué se le va a hacer… Todo salía al revés y Javier desatinaba, ablandaba, erraba y aflojaba contra más se le azotaba con el látigo de la humillación.
Un día la presión era insoportable, la inquina de Echezarreta implacable y la cara se le aproximaba como un coyote a punto de morderle la nariz o arrancarle un ojo -“inútil, negado, feto humano, desgraciado, maricón, subnormal”4, le espetaba en ese momento. No se sabe por qué… nunca le había pasado… no era lo normal en él… le salió de un lugar oscuro del alma-reptil… el caso es que sin pensarlo le dio con la pala de madera y le estrelló la cabeza contra la pared. Echezarreta se cayó al suelo como un saco de patatas, sangrando.
Nadie lo había visto, porque estaban en la línea de atrás. Echezarreta en el lado de la pared porque era zurdo. Al volverse la pareja delantera supusieron que había pasado un accidente.
-Se ha dado un tozolón en la pared, es que es tan bruto que no me extraña –dijo Elizondo.
Javier estaba anonadado, pasmado.5
En ese momento pasó un anciano con una carretilla llena de hojas otoñales, al que nunca había visto por allí, con un aspecto parecido a un campesino ruso que había visto en una ilustración de un libro de Tolstoi, La sonata a Kreutzer6, con su casaca blanca roída y su cinturón de cuerda, barbas blancas y gorra deteriorada para protegerse del frío.
-Hijo mío –le dijo susurrando, mientras Elizondo intentaba resucitar el cadáver y los demás corrían a buscar ayuda-, no digas nada de lo que ha pasado. Guárdate el secreto para tener tu dolor como una marca que señale que tu vida es de prestado, tiene fisuras, está cuarteada y por lo tanto vivir sin vivir sea tu penitencia.
Del consejo del sabio de barbas blancas y carretilla de hojas rojas Javier sólo se quedó con la parte de “no digas nada… guarda el secreto” porque el resto no lo entendió, aunque lo guardó en la memoria por si un día, al igual que le sucedía con ciertas fórmulas matemáticas, comprendía el por qué.
Aunque el asesinato lo enterró en las mazmorras de la memoria, para que el fuego de la culpa no le atormentase, no pudo evitar que algo humeara y trasformara su talante dicharachero y expansivo en timidez, apocamiento, cobardía y evitación de personas bien intencionadas que pudieran mostrar interés en conocerle.
Vacilaba como un impostor, titubeaba como un miedoso, se apagaba, se evaporaba e intentaba pasar desapercibido.
Pero esa pasividad furtiva, cuando tuvo edad de merecer, enamoró a la chica más guapa del circulo de amigos, a la que todos piropeaban, regalaban discos de novedades musicales, invitaban a fiestas, enviaban poesías empalagosas e intentaban ganarse con comentarios graciosos, sorpresas circenses y halagos subidos de tono a propósito de su belleza7. Yolanda en cambio los despreciaba a todos. Se sintió atraída por Javier “el enigmático” -así le llamaban a veces-, tal vez pensando que el silencio y la pasividad estarían albergando algún tesoro o atenazándole con un nudo doloroso, que ella, salvadora, que no adorada, podría desatar y lograría abrir por fin la caja de Pandora.
Dicen las malas lenguas que el enamoramiento dura cuatro años, como el número sagrado de los Pitagóricos8, otros que siete como la piel de las serpientes. En el caso de Javier y Yolanda fueron tres, los años agraciados de trinidad divina.
Yolanda se desanimó de pronto.
-¿Pero por qué? ¿qué te he hecho? ¡pero si ayer me dijiste que me querías e hicimos el amor! –intentaba razonar Javier para evitar el fulminante desastre, el caos irracional y tal vez, el funesto destino.
Pero Yolanda solo quería ser “auténtica”. Alegaba que no era ella misma, que hacía las cosas por inercia, pena, costumbre residuo de pasión y en ocasiones, hacía el amor sintiéndose una puta. Necesitaba otro tipo de vida y no sabía cual todavía.
Cuando estaba más confiado en que el amor curaba todo y la luz comenzaba a iluminar las tinieblas oscuras de la memoria, cuando ya daba por hecho una vida de dos, no de dos personas adláteres, sino un dueto concertante, un unísono, un palpitar sincrónico resulta que Yolanda lo dejaba tirado, con la palabra en la boca, con el gesto helado, inútil y absurdo.
-Javierón bobalicón –oyó como una voz de ultratumba de un Echezarreta fantasmal que se reía desde la cueva de su angustia.
Una semana después, deambulando insomne y sin rumbo por el centro de la ciudad vio a una pareja que caminaba, enredadas las manos en las cinturas. Se dio cuenta de que eran Yolanda y Evaristo. Le dio un vuelco el estómago y sintió como que una puñalada abriera un cofre lleno de dolor secreto.
Una mañana fría de febrero se duchó, se afeitó, se puso la mejor ropa que tenía, desayunó, se despidió de los compañeros de piso o isla en la que había acabado naufragando y subió a la azotea dispuesto a tirarse de los más alto del edificio para acabar con el sufrimiento, la rabia, la desesperación y el sinsentido de la vida rota9.
Por un momento vaciló si hacerlo o no hacerlo viéndose caer en el vació. Pensó que podría arrepentirse mientras descendía a toda velocidad sin que hubiera remedio, pero se consoló pensando que sería rápido, un golpe en el que no habría tiempo para el dolor y después el silencio de la nada.
-Muchacho –oyó de pronto a sus espaldas- no merece la pena tirar la vida por la terraza por un amor que a lo mejor era un malentendido, un juego, un simulacro consentido o un auto-engaño en que ella pensabas que te veneraba y tú creías que provocabas su adoración10.
-¡Pero si era real! –objetó Javier- pensando en cómo podría demostrarle el amor auténtico que hubo.
-Pues si me lo tienes que demostrar era que no te lo creías -parecía estar leyéndole el pensamiento- o que era increíble tanta fácil felicidad y no lo querías reconocer. Por algo se ha ido, si es que realmente ha estado de la manera que tu creías que estaba.
El viejo con barba ya blanquecina le provocaba, con sus interpretaciones desquiciadas sobre personas que no conocía de nada. En cambio parecía comprenderle en sus entresijos íntimos con detalles y datos imposibles de saber .
Su cara le sonaba, no sabía Javier de qué, si de alguna representación pictórica de la catedral de Jaca, de algún cómic antiguo o de un cromo bíblico, pero el caso era que consiguió sacarle de sus casillas y abandonó la azotea para no oír sus impertinencias y opiniones desconcertantes.
Luego olvidó en el trajín diario de los acontecimientos las razones por las que se quería suicidar o los motivos, por alguna razón, comenzaron a cambiar de compás.
Pasaron muchos años y se volvió una persona agriada, huraña y desconfiada. Las parejas, las perdía una detrás de otra, cada vez por un destino o una maldición, lo que al final le hizo sentirse desencantado del amor, muerto para la causa y cadáver en vida.
Se volcó en el cuidado de su madre. Comenzaba a tener achaques en cascada que requerían un ingreso hospitalario tras otro y convirtieron el sillón de acompañante y la sala de espera en su segundo hogar y a los visitantes en sus nuevos parroquianos.
Una tarde que su madre estaba muy débil por no haber comido en días y tenía problemas respiratorios le dijo a la enfermera Elena, la del turno de tarde:
-¿Y si le diera con una cucharilla una gelatina de limón que tiene muchas proteínas?
-No TE lo aconsejo -le contestó Elena, tuteándole porque se había creado ya una cierta camaradería entre ellos a base de colaboración y bromas asépticas- se podría atragantar. Cuando respire mejor. En todo caso igual le ponemos suero.
Javier, no muy convencido o más bien, empeñado, obcecado en superar la debilidad materna con la gelatina sin sentirse capaz de escuchar la idea sensata alternativa, le dio a hurtadillas el alimento con una cucharilla. Desafortunadamente ella se atragantó. Llamó por el timbre a Elena, pero no había nada que hacer y murió.
Mientras arreglaban el cadáver le expulsaron de la habitación y se fue a sacar un botellín de agua a la máquina que había en la sala de espera de la planta.
Se sentó junto a un viejo de barba hirsuta, que inmediatamente se sintió con el derecho y la obligación de interpelarle.
-Usted joven, es el de la habitación 22, ¿no? –le preguntó no se sabe si para interrogarle o consolarle-.
En vez de ir con bata o pullóver, parecía ir vestido de otra época, con una especie de camisa de baturro o de pintor como de rafia o lino amarilleado por el tiempo y el uso.
-Sí. Sí – le contestó evasivo Javier, intentando que ganara el silencio a la charlatanería.
-Esas cosas pasan, es ley de vida, -insistió el viejo de barbas blancas que le recordaba vagamente a alguien conocido, quizá a un actor de una película de época o a un dibujo de enciclopedia mostrando un oficio antiguo- A un enfermo con problemas respiratorios no hay que darle de comer porque se puede atragantar, pero usted no lo sabía y actuó con buena voluntad, pero la buena voluntad a veces se convierte en un error imperdonable. Yo desde luego no le reprocho nada, porque todos somos humanos que nos equivocamos tanto como acertamos.
Javier tuvo un escalofrió al comprobar que existían testigos, del llamémosle “asesinato por negligencia”, aunque estaba seguro de no haber visto a nadie rondando cuando estaba haciendo su ‘cura’ de tapadillo.
Al mirarle a la cara le pareció que ese rostro se fusionaba con otras caras de viejecito de barbas blancas. Un campesino, un Tarás Bulba, un santo aparecido, un sabio errante, una postal del lejano oeste, un Ángel de la Guarda, una aparición fantasmagórica, un mezclar las caras, las voces y los tiempos, una culpa y su necesidad de redención.
No sabía si era bueno o malo, acusatorio o condonador, adivinador o charlatán, el caso era que decidió olvidar el atragantamiento en el agujero ya repleto del olvido para sumergirse en la ceguera de los trámites.
COMENTARIOS
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Parte la narración de un secreto inconfesable de Javier, que se dejó llevar por la rabia con resultado de accidente grave. Un ‘sabio’ que pasa, le aconseja disimular para no perjudicarse. El precio del olvido o ceguera voluntaria es que su carácter, en vez de alegre y dicharachero, se vuelve serio y evitativo.
Lo malo de este carácter reservado es que resulta ‘enigmático’, misterioso y atrayente para algunas mujeres. Así logra enamorarse de Yolanda y cae en la tentación de sentirse redimido por el amor.
Pero este amor aparentemente eterno tiene una ‘ley pitagórica’ que lo hace caduco a los tres años, porque lo perfecto estaba edificado sobre imperfecciones que lo iban resquebrajando de forma invisible.
Pasa una crisis profunda tras la ruptura y al ver a su expareja saliendo con un amigo, intenta suicidarse desde una terraza. Pero un segundo ‘sabio’, que la narración nos da indicios de ser el mismo que el primero, le provoca o cuestiona de forma que no toma la decisión.
Vuelve a aparecer la figura del ‘sabio’ por tercera vez para ayudarle a superar la culpa de haber causado un atragantamiento mortal a su madre enferma. Ésta vez el error ha surgido del exceso de celo y buena voluntad.
La figura del sabio sufre una especie de contaminación o fusión. Distintas figuras se mezclan para formar una sola que representa una función psíquica corporalizada en un personaje externo, el que te quiere rescatar del hundimiento, el que te tira una cuerda para que salgas del pozo o el que impide en el último momento que no te ahogues. Este Otro salvador es el reverso de Otros acusadores.
NOTAS TÉCNICAS
1 Se propone la actividad de cantar un fragmento de partitura con blancas, negras, corcheas, con espacios y ritmo
2 El narrador pone ejemplos de este fenómeno: Te traigo…. Un regalo!; te..traigo…un…regalo; tetraigounregalo; ganando tiem , bueno… esto…bien… quería decir…; un LÁPIZ…. Una GOMA. Así que… te lo doy…. ¡O no te lo doy!
3 Los presentes son convocados a añadir algún tipo de desprecio verbal que podría haber recibido Javier.
4 Pedimos más improperios para compartir la sensación de ser maltratados con insultos en la escuela.
5 Bis de conmociones paralizantes que aportan a continuación los oyentes (“lelo, atontado, estupefacto..”)
6 “Sonata a Kreutzer”, Lev Tolstói, Cuadernos Acantilado.
7 ¿Cómo es la vida de una persona muy guapa? ¿qué precio paga por ello o qué inconvenientes tiene? -pregunta el narrador a los presentes por si hay algún voluntario que se inspire para colaborar.
8 Ver Pitágoras (“Los versos dorados”), André Dacier.
9 El narrador interpela en este momento al auditorio diciendo “ésta es la reacción de un momento en el que lo ves todo negro, no te gusta el pasado, no ves futuro, sufres y piensas liberarte del sufrimiento, no sé si alguno de vosotros habéis llegado a una situación límite… aunque luego puede pasar el mal momento y ver las cosas bajo otro punto de vista…”
10 Para marcar el diálogo del sabio barbudo, el narrador imposta una voz gutural para distinguirlo del resto, y utilizará la misma voz en los dos siguientes apariciones de la figura del Sabio que ‘parece’ familiar o conocido.