Desaparecidos

Desaparecidos

Era uno de esos pueblos pintorescos tan apreciados por el turismo étnico, pero que todavía estaba a salvo de visitantes foráneos debido a su altitud e intrincado camino sin asfaltar. Un lugar casi invisible por estar rodeado de árboles gigantescos y meandros de río bravo. Tenía truchas, vegetación exuberantemente y bosques tupidos que los parroquianos habían conservado con amoroso mimo y religiosa adoración a las antiguas deidades ocultas en localismos como la colina Popol, la fuente Tepeu, el helecho Chiracan, el recodo de Ixmacané y el claro de Gucumaz. Cada vez que un lugareño se refería a una de ellas parecía estar rezando una oración.

Al socaire de las bondades del pacífico y respetuoso pueblo, ya que eran incapaces de talar un árbol pensando que podrían estar insultando a un antepasado que se había apoyado un día en él intentando cazar un papagayo, habían crecido comercios con vistosos letreros que les daban aire risueño.

Roberto, Jata y el Perilla quedaron un día a la hora de la siesta para acercarse al colmado y adquirir ladrillos dulces de papaya con unos pesos que habían conseguido vendiendo truchas.

Curioseaban los sacos de frijoles cuando de golpe a Roberto, que tenía la mala costumbre de tocar todo con la mano, le pareció que algo palpitaba bajo sus dedos.

-¡Repanochas! -dijo sobresaltado.

Por si había sido una falsa impresión debido a que él mismo hubiera removido sin querer el producto haciendo un gua que al sacar la palma de la mano se hubiera rellenado o por si, sin darse cuenta llevase el pañuelo en la mano y se hubiera caído. No sabía a qué atenerse.

Comprobó -esta vez visualmente- que parecía haber bichos gordos moviéndose ahí dentro. Como el tendero no estaba, mandó a Jata y a El Perilla a buscar auxilio en direcciones opuestas para convocar a los primeros que encontraran que supieran del tema.

Quizá Roberto era demasiado espantadizo tratándose de supercherías. Tal vez se le ocurrió la idea tras haber visto, se los dejaba sacar de la pinza del cordel y ojear sin comprar Don Rustio, muchos cómics de invasores, abducciones, mutaciones, infecciones mortales y fines del mundo apocalípticos. Aunque se sabe que la ficción es creída sin verdaderamente creer del todo o al menos durante poco tiempo, tiene el inconveniente o el precio de ser sin derecho a ser, infectando en cierta manera la mente, colando ideas de rondó, ideas que acaban influyendo en la visión del mundo, en este caso mundo infectado.

Cierto que el pálpito de las habichuelas, el color irisado de las fajitas y el tarro de nachos mechado de marrones sospechosos no apuntaban tanto a fenómeno paranormal como a la acción de algún tipo de bacteria furiosa. Digo furiosa porque miraba un saquito de cardamomo, diantres, como le gustaba el agua de cardamomo y jengibre, se daba la vuelta, volvía a mirar y ya estaban las semillas contaminadas con mohos.

La cosa parecía muy grave.

Roberto salió pitando para ver si había alguien en la cordelería, pero también la tienda estaba vacía. A primera vista cestas, capazos, cordones, sillas y ovillos parecían intactos. Pero al acercarse observó que un rollo de rafia parecía más oscuro y húmedo de lo debido y el muestrario de cabos de cuerda tenía un color verdoso bastante inquietante. La cosa, más que a influencia de salitres, apuntaba a contaminación. Lo que es peor, cuánto más se fijaba en los cabos, más verdes los veía.

La lechería vacía y con extraños olores de leche rancia. No se atrevió ni a cruzar el dintel.

La armería estaba patas arriba, como si hubieran venido cientos a coger balines precipitadamente y dejado las cajas de cartuchos por el suelo. Tal vez los hombres se habían puesto a la defensiva y organizado alguna batida contra algún supuesto atacante que tuviera que ver con el contagio masivo. Nunca había visto la armería abierta de par en par sin la vigilancia del matón.

Ni los víveres de Doña Remigia, ni la lavandería de las dos esquinas, ni el almacén de forrajes, ni La Parisina, ni el Salón de señoritas. Nada ni nadie.

Roberto tuvo un poco, bueno, mucho miedo. Llamó, incluso gritó corriendo:1

-Perillaaaa!! -nada.

-Jataaaaa!!!! -nada de nada.

El pueblo estaba despoblado de forma inexplicable.

Durante un segundo pensó de todo.

Que habían muerto infectados, que habían salido desesperados sin que él se hubiera enterado, que se hubiera quedado pasmado como le ocurría a veces o como decía el cura que le había sucedido a uno al que se le apareció el demonio. Tal vez el pueblo había sido abandonado hacía tiempo y sólo ahora, resucitado de un coma, se daba cuenta de ello. ¿Y si hubiera habido una abducción colectiva? ¿Y si estuvieran todos escondidos para aparecer de golpe como en las sorpresas de cumpleaños? ¿Y si se diera la casualidad de que justo cuando iba a un sitio, los de ese sitio fueran a otro distinto y no coincidiesen ni tropezasen en el camino? Incluso llegó a considerar ¿Y si no soy YO como creo? ¿Y si mi memoria me falla o me confunde y este pueblo no es mi pueblo o estoy visitando un pueblo fantasma turístico? Igual no estoy donde creo estar. En fin, a veces, en una situación extraña y ambigua uno no entiende nada y explora todo durante un minuto muy confuso.

Pero la impresión de que su pueblo era su pueblo, se veía reforzada por el hecho de no hubiera polvo en las tiendas de alimentación, de que los anaqueles tuvieran productos expuestos, de que la armería armas en el expositor. Reconocía cada rincón como un sitio familiar recorrido miles de veces. La realidad se imponía. Las cosas hablaban por sí mismas demostrando que él era Roberto y estaba en su pueblo, que ahora estaba vacío y contaminado.

Como tenía hambre fue hacia el río, que rebosaba barbos, carpas y truchas como si la infección les hubiera fortalecido y multiplicado mientras se debilitaban el resto de seres vivos. Se preparó una trucha con menta fresca y diente de león machacado para coger fuerzas y pensar.

Por más que pensaba pasaban los días y no entendía nada, ni aparecía nadie.

No se acababa de decidir a irse porque se sentía en cierto modo responsable de la vigilancia de enseres abandonados. También se creía culpable de haber enviado a Jata y al Perilla en dirección a su perdición y encima tenía que vigilar el progreso de la contaminación, no fuera que disminuyese y entonces debería ir corriendo a dar la nueva al pueblo vecino, kilómetros abajo, para avisar a los huidos, si era que estaban vivos y refugiados ahí.

Las veces que se atrevió a inspeccionar el estado de la infección sólo pudo constatar que apenas se veía rojo de habichuela en un capazo por lo demás cubierto de moho blanco. Predominaba la pátina amarillenta por todos los lados. Los cabos parecían enredaderas y los fusiles se estaban volviendo azulados. Las cosas ocultas en bultos se movían como si cobijaran dentro alguna cobaya o un ser extraño que se removía procurando fines siniestros.

No se atrevía a pasar más allá o a tocar algo para constatar, ni siquiera con la ayuda de un palo, no fuera que se le encaramara subiendo por la escalera de la rama.

Pasó la primavera en una cabaña de ramas que construyó en la alameda Vuh , sobreviviendo a base de pescado, bayas, tamarindos y tubérculos que cualquier habitante del pueblo sabía encontrar en el bosque porque formaban parte habitual del sustento tradicional.

Cuando avanzó el verano, un día aparecieron de golpe las almas de los difuntos en forma de mariposas monarca y encendió todas las velas que pudo encontrar que no estuvieran manchadas de nacarado rojo.

Un par de mariposas se le acercaron volando y se posaron cada una en un hombro.

-¿No le dices nada a tu Jata? -le dijo la de la izquierda.

-¿Y a tu Perilla qué, ni mu? -protestó la de la derecha.

Entró en pánico y salió disparado a través del atajo del bosque hacia el pueblo de abajo.

Los árboles estaban llenos de mariposas, que al pasar le decían cosas, más bien le reñían.

-No te habrás comido los ladrillos de membrillo…

-No te habrás apropiado de la escopeta de empuñadura de plata..

-Seguro que te has zampado los frijoles!!

Cuando llegó al pueblo de abajo, agotado, la vieja de las mazorcas le digo..

-¿Por qué huyes?

-Porque Pueblo Arriba está envenenado y han muerto todos.

-Si están muertos ya no hay nada más que temer, muchacho -le consoló la vieja.

-Sus almas me riñen ahora -objetó Roberto.

-Ándale, -le replicó la vieja- al menos las almas no se pueden contagiar y pronto volarán y estarás tranquilo. Tomáte un vaso de jengibre para tu sosiego. Buscáte un medio de vida y cuando ahorres unos pesos ve a poner unas flores al cementerio.

-Mejor no voy, porque los cuerpos no se enterraron y por eso sus almas están cabreadas.

-Allá ellas -concluyó la vieja repanocha-. Mejor olvídalas y lo que no pudo ser no será por más que te reconcomas. Tú que sobreviviste vive la vida que salvaste y no la malgastes ni la derroches en pendejadas de culpa y memoria.


COMENTARIOS

#sagaPoblaciones #alucinación #realidad #extrañeza

El pueblo representa la infancia maravillosa pero también una vuelta a un infierno bajo la forma de lo extraño que vive en la vida trasformada. Un mundo que se ha vuelto hostil en el que lo familiar se ha transformado en monstruoso. Se plantea la duda psicótica de la verosimilitud de la alucinación y la manera de vivir con angustia la realidad incomprensible.

Si hay oportunidad se puede discutir sobre la solución que ofrece la vieja repanocha de no actuar en estado de confrontación o guerra, sino más bien, procurar seguir la vida como si no sucediera lo que pasa en realidad.


NOTAS TÉCNICAS

La representación del cuento se puede complementar con la colaboración de los oyentes, que emularán voces de mariposa monarca. Se elegirá a alguien para hacer el papel de vieja repanocha “realista”. La entonación mexicana le da un tono de lejanía a situaciones que pueden provocar angustia en personas con similares síntomas de enajenación o alucinación (mecanismo de atenuación, acompañado del humor y la ironía como distanciadores)

1El grito también despierta del letargo cómodo de los presentes, que sobresaltados por la inusual elevación de la voz se sienten conmovidos e interesados en lo que pasa (una emoción inducida)

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