El árbol del la música

El árbol del la música

Cada vez que Javier pasaba por la nueva tienda que habían abierto en el barrio para comprar caramelos de Santasapina, se le iba la vista a la sección de hierbas, sálvia, desmódium.. tomillo, hierba luisa…1. De los paquetitos colgados como ahorcados, del árbol de ramas de aluminio, destacaban cartelitos, como los RIP de las cruces de los cementerios, de SORIA NATURAL..

Los ecos de Soria le llevaban a evocar la Dehesa en la que se decía que pacían toros bravos cuyos supuestos ataques evitaban los niños, presos de pánico corriendo y encaramándose a los árboles, la mayor parte de las veces confundiendo una broma, un viento o su propia huida con las astas del perseguidor que se iban a clavar por la espalda.

Recordaba la noche de San Saturio y la larga procesión de gentes con una tea encendida dirigiéndose a la ermita con cánticos musitados que ponían los pelos de punta,.

Pero todo el colorido que intentaba rememorar como una noche transfigurada2 o con el verde de las praderas del parque de la alameda iban a parar al nefasto árbol de la música. Para evitar el hecho desagradable, el día maldito, el momento aciago, el antes y el después, el alfa y omega, en el que todo se inició como un destino siniestro que todo lo tiñe de negro, se veía obligado a poner una capa de nieve blanca tapando todo el parque y toda Soria. Se veía recorriendo en solitario el camino a ninguna parte, dejando huellas blancas que nada descubrían, que podrían ser niño, adulto o viejo, o todas a la vez, mezcladas y fusionadas hasta volverlas pequeñas dunas de polvo de nieve.

Pero cuando ya casi había conseguido que todo fuese blanco, las ramas de los árboles, las piedras de las pérgolas, los dinteles y las arcadas de rosales, entonces caía una gota de sangre al suelo.

-!Eduardo se ha caído! -todavía escuchaba el eco de su voz gritando desde arriba del árbol-. Sólo él sabía el secreto mejor guardado… no se había caído solo, sino empujado por rabia cuando le estaba insultando “!babosa, cara culo!”…

Javier intentaba adivinar por las conversaciones de los adultos qué había pasado al final. No se atrevía a preguntar, no fuera que por la voz trémula de la pregunta los demás sospecharan, como siempre le pillaba su madre cuando mentía. Se vio obligado a deducir las consecuencias de lo sucedido a través de los indicios que capturaba: “está todavía en coma” “una inyección de un palmo, sin exagerar” “está entre la vida y la muerte” “Se debió inclinar hacia la barandilla” “una transfusión”… Costaba saber lo sucedido juntando trozos de palabras y frases de las que sólo era cazador furtivo.

En una ocasión se sentía tan oprimido por la angustia que le apretaba el pecho impidiéndole respirar con comodidad, que lanzó una piedra al aire con la supuesta finalidad de arrancar una piña para sacarle los piñones, pero él sabía que la piedra era un juicio de Dios. Había leído en un cómic que en la Edad Media, a veces se organizaban duelos en los que la víctima no tenía razón. Dios se la daba en exclusiva para que venciera. Seguramente él tenía un pecado mortal que no se podía confesar, un pecado que le obligaba a ser sacrílego y apóstata merecedor del fuego del infierno. La piedra decidiría su sentencia.

La piedra acabó bajando sobre su cabeza. Pero sólo consiguió un rasguño y un chichón que tuvo que tapar con una gorra durante una semana.

Otra vez estaban en la estación de tren esperando al tío Hipólito, que venía de Madrid para visitar a la familia. Mientras esperaban se retiró a un rincón de la valla en la que los obreros habían dejado una verja de hierro forjado mientras soldaban los goznes. Su padre miraba en dirección al punto remoto por el que debía aparecer la locomotora, repasaba la hora en su reloj y en el del andén, que misteriosamente no coincidían. Resoplaba y volvía a escudriñar. Su madre hablaba con tía Marilú y le miraba de reojo de vez en cuando para que se percatara de que mirar al que te mira es como una cadena invisible que impidiera cualquier veleidad ajena al sometimiento de las normas de bien.

Javier subió unos peldaños la verja y una vez arriba se inclinó hacia atrás con los pies y las manos en el ultimo arco y en cierto modo sabía que se iba a volcar y podía resultar que se le viniera encima y le aplastara. Pensaba que tal vez un aviso, un ángel o una agilidad de mono le permitirían saltar fuera del alcance la zarpa de la puerta de hierro.

Pero la temeridad, la falta de providencia divina y tal vez el mismo peso de la culpa que arrastraba, hicieron que saliera mal parado.

Esta vez la cosa pintaba muy mal desde el momento en que le comenzaron a sangrar las orejas. “traumatismo craneal” “radiografía” “conmoción” “coágulo de sangre” “operar” oía que decía el equipo de médicos con sus batas blancas y la nube de monjas de cofia.

Le habían puesto en la sala infantil y pudo ver en la cama de al lado una gráfica y unas misteriosas anotaciones llenas de siglas atajadas con puntos. Era Eduardo.

Como Javier estaba oficialmente enfermo tuvo la perfecta disculpa para no preguntar ni decir nada. Como no le convenía hablar hubo de hacerse el mudo, con el grave inconveniente de tener confundidos a los médicos y a sus padres. “En coma” “pérdida del habla” “lóbulo temporal” “agnósia” “postraumática”, decían.

Aunque Javier no recordaba haber pronunciado ninguna palabra, ni siquiera para protestar frente a Tía Marilú y a Tío Agapito, que él no era ni raro, ni serio, ni se le había comido la lengua un gato, ni se había vuelto mudo, ni “catatónico” o “en estado de shock”. Pareció milagrosa su pronta recuperación y la salida del hospital, antes que Eduardo.

La familia tuvo que abandonar Soria para pasar a Pamplona, Lérida, Huesca y Zaragoza, en pos de mejores trabajos que hicieron aparecer en la casa plancha eléctrica, cocina de gas, nevera de hielo. Cantidades industriales de madejas de lana que requerían sus brazos para hacer los ovillos, agujas de tricotar, tapetes, trozos de jersey que había que medir constantemente de sisa, de mangas, de cuello y de cintura antes de pegarlos, huevos de madera para zurcidos y jaboncillos de sastre para calcar patrones del Burda. Yogurteras, ollas a presión y hasta un coche para salir de la casa repleta de cachivaches modernos.

Con el paso de los años Javier se pudo olvidar completamente de los asuntos desagradables de la infancia y como los recuerdos malos estaban unidos a los buenos, se desvanecían unos y otros. Su pasado era como algodón blanco, como nubes tupidas que impedían ver o como una barrera de polvo impenetrable que asfixiaba.

Consiguió un buen trabajo, se casó, tuvo niños que le permitían ser otra clase de niño. Un niño que juega a ser un niño con otro niño con el que juega, un niño putativo, delegado, interpósita persona, de prestado.

Un día Javier fue a comprar minerales para el cumpleaños de uno de sus hijos, cuando de pronto se cruzó con uno que se le quedó mirando a la cara como observándola con lupa.

-¿No serás tu Javier Hurtado? -dijo, asombrado por la sagacidad de sus pesquisas detectivescas-.

-Sí, por? ¿Nos conocemos de algo? -objetó Javier.

-He tenido el pálpito, tío, sí yo soy Eduardo Martínez, tu amiguico de Soria.. baboso cara culo… ¡Te he reconocido por las pecas de la nariz!

Como se habían dado los teléfonos para quedar algún día, Eduardo le llamó al cabo de una semana para tomar unas cervezas. En la cita Javier le puso al corriente de donde vivía, en qué calle y qué numero, enfrente de dónde, qué edades tenían sus hijos, dónde trabajaba él, su mujer y en el correr del rubio elemento hasta cuánto ganaban de sueldo.

A la hora de pagar las consumiciones, Eduardo pretextó haberse descuidado la cartera en casa y Javier le invitó contento, incluso le prestó, para ahorrarle el orgullo herido de mendigar, algunos billetes por si los necesitaba para volver en taxi.

Los siguientes encuentros fueron sobre ruedas. La confianza era de pronto tan grande y tan liberadora -en todo el tiempo no hubo reproches sobre lo sucedido en el árbol de la música ni sobre la mudez en el hospital. Eduardo se atrevió a pedirle descaradamente dinero:

-Tú no podrías prestarme unos ochocientos euros ya que te va tan bien. Por los ahorros el banco te ha dado una vajilla azul y un tablet. Tus hijos van a montar a caballo y a tu mujer la acaban de ascender. Vives en la zona de Marqués de Villahermosa, que es muy buen barrio y tu vecino es un edil del ayuntamiento…

Captó Javier en el enredo enmarañado de la petición que había mucho de sorna y un poco de velada amenaza.

-Pero esa cantidad, ahora mismo que me toca pagar la hipoteca, no me va muy bien… no te podrías apañar con cincuenta euros – le sugirió conciliador Javier.

-Y tú te podrás apañar si le cuento al edil del Ayuntamiento el pedazo de cabrón asesino que eres, o a tu mujer, ¿sabe ella de qué eres capaz? Y tus hijos ¿saben que me empujaste por la barandilla y sobreviví de milagro? ¿Sabe tu familia que no te denuncié y que tú me niegas el arrepentimiento a cambio de unas cervezas?

-Yo pensé que me habías perdonado .. cosas de niños… -adujo Javier, sin demasiado convencimiento, más bien por si se aburría y se olvidaba de la petición-.

-Ni me olvido, ni perdono -sentenció Eduardo, sereno y con ojos de psicópata-.

La cosa se complicó mucho. Primero cedió en darle los ochocientos euros de las sucesivas hipotecas, luego se tiraron los ahorros por el barranco de las exigencias, después su mujer se separó de él pensando que era un ludópata, un libertino o un drogadicto, pero nada digno de amor. Eso fue muy duro. No fue capaz de explicarle ni la verdad de lo que sucedió en Soria, ni la cobarde cesión al chantaje en el que había caído arrastrando a la familia en el declive.

Cuando la verdad era oscura y dormitaba en el invierno de la memoria hubiera podido salvarse confesando, pero una vez que había desviado ingentes cantidades de dinero, soportado crueles acusaciones y sospechas, peleas e insultos inmerecidos y lo estaba perdiendo todo, decir la verdad ya era tarea inútil e incluso contraproducente porque su trabajo dependía de una familiar de su mujer.

En plena desesperación se tiró por la ventana una madrugada de niebla espesa. Como no contó con tendederos, ni toldos ni setos amortiguadores quedó malherido y con bastantes huesos rotos, pero no consiguió morir, al menos esa madrugada fría y brumosa.

Eduardo le fue a visitar al hospital. Ésta vez no le pidió dinero, solo se limitó a susurrarle al oído

-¿Y ahora qué? ¿Qué sientes empujado al abismo?

En el abismo siento una liberación, que es como nieve muy blanca en la que de pronto cae una gota negra que ya no me inquieta.


COMENTARIOS

#disimulo #cobardía #impulsividad #culpa #represión #chantaje

Realizados por la T.O. Rebeca Francés, que actuó de narradora del cuento.

¿Cómo éramos durante nuestra infancia? Éramos juguetones, curiosos… En ocasiones traviesos y caprichosos… También éramos inocentes y muy cariñosos. ¿Conservamos estas características? Algunos dicen que siguen conservando un espíritu travieso, otros dicen que aún conservan ojos inocentes con los que mirar el mundo que les rodea y hay quien dice que ya no tiene nada de niño. Cambiamos y crecemos, pero la verdad es que todos conservamos una misma cosa de la infancia, una misma cosa que nos hace únicos y que nadie ni nada nos podrá quitar ¿Sabes a qué me refiero? ¿Sabes qué es aquello que siempre conservaras? tus recuerdos.”

De esta forma traté de introducir la historia de Javier a quien sus recuerdos siempre le transportaban a Soria. Se trató de hacer énfasis en aquellos recuerdos infantiles en los que se evocaba una noche misteriosa en San Saturio y en los que se rememoraban tardes de bromas en la Dehesa, para que el contraste con el recuerdo del nefasto árbol de la música fuera mayor. Me detuve en que se visualizase una estampa idílica en la que una capa de nieve blanca cubría todo el parque, para que así todos “viésemos” esa gota de sangre manchando el paisaje bucólico que habíamos creado en nuestra imaginación.

Mi trozo preferido del cuento fue el episodio de la piña. Invité a que se participase compartiendo aquellas sensaciones que creían que podía sentir Javier. Él se sentía oprimido y le costaba respirar. Quería ser juzgado. “Él tenía un pecado mortal que no se podía confesar, un pecado que le obligaba a ser sacrílego, apóstata, merecedor del fuego del infierno”. Duras palabras que quise reproducir al pie de la letra, con las que, he de confesar, intenté estremecer a los oyentes. Hablé del juicio de Dios con cierta sorna y traté de explicar en qué consistía de manera muy teatral, para que, a pesar de ser algo serio para el protagonista, llegase a resultar hilarante. De esta misma forma, intenté que resultara dramático el momento en el que tira la piedra y así “reírme” de ese rasguño que le obligó a llevar gorra durante una semana.

Pero la temeridad, la falta de providencia divina, y tal vez el mismo peso de la culpa que arrastraba, hicieron que saliera mal parado” Otra de mis partes favoritas y en esta ocasión intenté también reírme de la desdichada suerte de Javier.

El reencuentro de los amigos después de años también fue una parte en la que intenté marcar contrastes. Quise, al principio, mostrar en Eduardo una actitud desenfadada y en Javier una actitud un tanto chulesca. La petición de Eduardo hizo que cambiaran los roles de ambos de manera drástica, para no ver ya con los mismos ojos ni a uno ni a otro.

A pesar de lo dramático de la situación, intenté reírme de nuevo del malogrado Javier, el cual no consiguió su objetivo al lanzarse por la ventana.

Finalmente el abismo resulta una liberación y ese paisaje blanco manchado por una gota de sangre que habíamos evocado al principio del cuento vuelve a aparecer, pero no así la sensación “inquietante” que ésta imagen había producido en nosotros.

Al finalizar el cuento hablamos sobre el comportamiento de Javier. Nos preguntamos sobre la actitud de éste cuando era niño ¿Cuándo empujo a su amigo quería tirarlo del árbol? Si esto nos hubiera pasado a nosotros ¿habríamos confesado? Y también debatimos sobre la conducta de nuestro protagonista ya de adulto ¿Habríamos caído en el chantaje? ¿Cómo lo habríamos afrontado nosotros?


NOTAS

1 En este punto se pide a los oyentes que contribuyan con nombres de plantas que se pueden encontrar en una herboristería.

2 Referencia al poema sinfónico “Verklärte Nacht opus 4” de Shoemberg

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